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Nexos 220, abril de 1996 Traducción de Luis Miguel Aguilar.
"Porque de los hombres en general se puede afirmar
esto: que son desagradecidos, veleidosos, falsos, cobardes, codiciosos, y
en la medida en que te vaya bien son tuyos por completo". Esta frase, y
frases similares sacadas de su contexto, han sido causa de molestia e
irritación en las mentes de los hombres durante más de cuatrocientos
años: las palabras de un inofensivo y callado patriota florentino en
retiro, ocupado en cortar árboles y conversar con campesinos en su magra
propiedad. Maquiavelo ha sido el tormento de jesuitas y calvinistas, el
ídolo de los Napoleones y los Nietzsches, una figura de suministro para
el drama isabelino, y el modelo de un Mussolini o un Lenin. A
Maquiavelo se le ha llamado cínico; pero no podría haber mayor fuente de
inspiración para el "cinismo" que la historia de la reputación de
Maquiavelo. Nada como la historia de la reputación de Maquiavelo podría
ilustrar mejor la trivialidad y la irrelevancia de la influencia. Desde
su muerte, un persistente romanticismo ha falsificado su mensaje.
Maquiavelo ha contribuido a las trapacerías de cada siglo. Pero a ningún
hombre tan grande se le ha malentendido tan completamente. Siempre se
le ve con cierto desdén. Su lugar no está con Aristóteles, o con Dante,
en teoría política; Maquiavelo intentó algo diferente. Su lugar no está
con Napoleón, y mucho menos con Nietzsche. Sus observaciones sirven por
sí mismas a cualquier teoría moderna del Estado, pero no pertenecen a
ninguno.
En ocasión del aniversario de Nicolás Maquiavelo,
debíamos ocuparnos no tanto de la historia de su influencia -que es
meramente la historia de los diversos modos en que se le ha
malentendido- como de la naturaleza de su pensamiento y las razones de
por qué debió tener tal influencia.
"Así que en primer lugar yo pongo como una
inclinación general de toda la humanidad un deseo perpetuo y sin reposo
del poder tras el de toda la humanidad un deseo perpetuo y sin reposo
del poder tras el poder, que sólo cesa con la muerte". Parecería a
primera vista que estas palabras de Hobbes están pronunciadas en el
mismo tono que las ya citadas de Maquiavelo, y con frecuencia se han
puesto juntos estos dos nombres; pero el espíritu y el propósito de
Hobbes y de Maquiavelo son totalmente distintos. Con frecuencia se toma a
El Príncipe en el mismo sentido que el Leviatán. Pero Maquiavelo no
sólo no es un filósofo de la política en el sentido de Aristóteles y
Dante; es, incluso, menos un filósofo en el sentido de Hobbes. Tiene la
lucidez de Aristóteles y el patriotismo de Dante, pero con Hobbes tiene
poco en común. Maquiavelo es totalmente devoto: a la tarea de su propio
lugar y tiempo; no obstante, al subordinarse a la causa de su Estado
particular, y a la causa más grande de la Italia unida que él deseaba,
Maquiavelo llega a una mayor impersonalidad y a un mayor distanciamiento
que Hobbes. A Hobbes no lo conmueve apasionadamente el espectáculo del
desastre nacional; Hobbes está interesado en su propia teoría, y podemos
ver su teoría, en parte, como un resultado de las debilidades y las
distorsiones de su propio temperamento. En las observaciones de Hobbes
sobre la naturaleza humana hay con frecuencia un énfasis de más, un
toque de spleen surgido probablemente de alguna percepción de la
debilidad y el fracaso de su propia vida y carácter. A este énfasis de
más, tan común en cierto tipo de filósofo desde el tiempo de Hobbes, se
le puede asociar atinadamente con el cinismo. Porque el verdadero
cinismo es una falta del temperamento del observador, no una conclusión
surgida con naturalidad de la contemplación del objeto; es con mucho el
reverso de "enfrentar los hechos". En Maquiavelo no hay cinismo por
ningún lado. Ninguna mácula de las debilidades y fracasos de su propia
vida y carácter mancha el claro cristal de su visión. En los detalles,
sin duda, donde el significado de las palabras sufre una ligera
alteración, sentimos una ironía consciente; pero la totalidad de su
visión está limpia de cualquier tinte emocional. Una visión de la vida
como la de Maquiavelo implica un estado del alma que puede llamarse un
estado de inocencia. Una visión como la de Hobbes es ligeramente teatral
y casi sentimental. La impersonalidad y la inocencia de Maquiavelo es
algo tan raro que bien puede ser la clave tanto para su influencia
perpetua sobre los hombres como para la distorsión perpetua que sufre en
las mentes de hombres menos puros que él mismo.
No queremos decir que Maquiavelo es del todo frío e
impasible. Por el contrario, ofrece una prueba más de que el gran poder
intelectual surge de grandes pasiones. Maquiavelo no sólo era un
patriota, sino que su pasión patriótica es el motor de su mente. A
escritores como Lord Morley les acomoda presentar a Maquiavelo como un
cirujano embozado lleno de inhumanidad, indiferente a la exhortación
moral y a quien sólo le importa el examen clínico. A diferencia de
Maquiavelo, Lord Morley no había visto a su país desgarrado y saqueado,
humillado no sólo por invasores extranjeros, sino por invasores
extranjeros traídos por los facciosos príncipes nativos. La humillación
de Italia era para Maquiavelo una humillación personal, y el origen de
su pensamiento y de sus escritos.
Este intenso nacionalismo de ningún modo suprimió o
distorsionó en Maquiavelo los otros valores morales o espirituales.
Sólo que en sus escritos él se ocupa de ellos siempre desde un punto de
vista, y se ocupa de ellos siempre en relación con el Estado. Su
concepción del Estado es una concepción vasta y generosa. El es el
consejero del Príncipe sólo porque le importa apasionadamente el bien de
la república. Por un hombre como Napoleón -quien tenía una gran opinión
de Maquiavelo, y cuyo sentido de realidad hizo que Maquiavelo le
simpatizara- Maquiavelo sólo podría sentir aversión; Napoleón le habría
parecido un usurpador extranjero y un violento egotista. Y a Maquiavelo
no le interesa la idea moderna del Imperio; una Italia unida era el
límite de su visión; y de hecho sentimos con frecuencia, al leer la más
importante de sus obras, los Discursos sobre la primera década de Tito
Livio, que tiene mucha mayor admiración por la Roma republicana que por
la Roma imperial. Su primer pensamiento siempre está por la paz y la
prosperidad y la felicidad de los gobernados; pero sabe muy bien que
esta felicidad no reside meramente en la paz y en la riqueza. Esta
depende de, y a su vez apoya a, la virtud de los ciudadanos. La virtud
cívica no puede existir sin una medida de libertad, y a Maquiavelo lo
ocupa constantemente en relación con qué la libertad es obtenible:
Rara vez ocurre que las demandas de un pueblo libre
resultan ya sea irrazonables o ya sea perjudiciales para la libertad,
siendo que comúnmente proceden ya sea de la opresión real o del miedo a
ella; pero si resulta que ese temor no tiene fundamento, no es materia
difícil pacificarlo mediante una conferencia pública, donde el pueblo
siempre está dispuesto a escuchar a cualquier hombre con méritos y
autoridad al que crea adecuado para la arenga: porque aunque el pueblo
puede estar a veces en un error, como dice Cicerón, está abierto a una
mejor información, y se le puede convencer pronto, cuando una persona de
cuya veracidad e integridad el pueblo tiene una buena opinión se
encarga de mostrarles su error.
La actitud de Maquiavelo hacia la religión y hacia
la religión de su país, ha sido con frecuencia objeto de malentendidos.
Su actitud es la de un estadista, y es tan noble como la de cualquier
estadista, qua estadista. De hecho, tal actitud no podría ser otra de la
que es. Maquiavelo no se opone ni a la religión ni a la Iglesia
católica. Vio muy claramente, y era difícil que no lo hubiera visto, la
corrupción de la Iglesia y la bajeza de los eclesiásticos eminentes con
los que trató. Y en La mandrágora, su brillante comedia, hace una burla
excelente de las corrupciones más despreciables del clero. Vio, por una
parte, el grado en que la Iglesia y los poderosos individuos nobles de
la Iglesia habían contribuido a la desunión y a la desolación de su
país. Pero él sostuvo firmemente que una Iglesia establecida era de gran
valía para un Estado.
Luego de considerar todas estas cosas, concluyo que
el establecimiento de la religión en Roma hecho por Numa fue una de las
causas que contribuyeron principalmente a su dicha y grandeza: porque
la religión produjo buen orden, y el buen orden generalmente trae buena
fortuna y éxito a cualquier empeño. Y del mismo modo en que la estricta
observancia del culto a lo divino y de los deberes religiosos tiende
siempre al engrandecimiento de un Estado, el rechazo y el desprecio por
ellos puede contarse entre las primeras causas de su ruina. Porque,
donde no hay temor de Dios, puede ocurrir que el Estado caiga en la
destrucción o se sostenga mediante la reverencia mostrada a un buen
Príncipe; esto puede sostenerlo por un tiempo, y suplir la necesidad de
religión en sus súbditos. Pero como la vida humana es corta, por
supuesto que el gobierno entrará en decadencia cuando se haya extinguido
la virtud que le daba forma y lo animaba.
Y más adelante (en los Discursos) Maquiavelo dice aún más afirmativamente:
Los gobernantes de todos los Estados, ya sean
reinos o repúblicas, que buscan preservar firmes y enteros a sus
gobiernos, deberían sobre todas las cosas encargarse de que a la
religión se le mantenga en la más alta de las veneraciones, y que sus
ceremonias en todo tiempo sean incorruptibles e inviolables; porque no
hay un pronóstico más seguro de que la ruina amenaza a un Estado, que
ver descuido y desprecio en el culto a lo divino.
Y Maquiavelo sigue hasta mostrar, en el mismo
capítulo, cómo el descuido de la religión, ocasionado por los caprichos
de la Iglesia de Roma, había contribuido a la ruina de Italia. Es muy
posible que una iglesia nacional establecida, como la Iglesia Anglicana,
pudo haberle parecido a Maquiavelo el mejor establecimiento para una
república cristiana; pero de lo que está seguro es de que para una
nación es necesario un establecimiento religioso de algún tipo. Si sus
palabras fueron ciertas, lo siguen siendo. En lo que respecta a la
religión "personal" de Maquiavelo, fue al parecer tan genuina y sincera
como la de cualquier hombre que no es un especialista en devoción sino,
intensamente, un especialista en las cuestiones del Estado; y murió
atendido por un sacerdote. Vio con gran claridad y supo instintivamente
que los esfuerzos de un hombre como Savonarola no podrían traer ningún
bien; su objeción real no era al espíritu de Savonarola como a la
contradicción entre los métodos de Savonarola y el buen manejo del
Estado. Pero con una mente destructiva como la de Voltaire, la mente
constructiva en lo esencial de Maquiavelo no habría sentido nada en
común.
En varios capítulos de El Príncipe y de El arte de
la guerra es muy claro que al ocuparse de las cuestiones de la guerra a
Maquiavelo le interesa siempre lo positivo y lo constructivo. En
cuestiones de guerra, y en el gobierno militar y en la ocupación, le
interesan tanto las fuerzas morales como los recursos técnicos. En sus
observaciones sobre la colonización, sobre la manera de ocupar un
territorio extranjero, y en sus repetidas advertencias contra el uso de
tropas mercenarias, Maquiavelo siempre pone como ejemplo de admiración
al príncipe patriota y a la ciudadanía patriota. Tiene poca paciencia
para el príncipe que es meramente un general; de un imperio como el de
Napoleón habría dicho, desde el principio, que no podía durar. Uno no
puede gobernar a la gente por siempre contra su voluntad, y hay algunos
pueblos extranjeros a los que uno no puede gobernar de ninguna manera;
pero si uno tiene que gobernar a un pueblo extraño e inferior -un pueblo
inferior en el arte de gobernar- entonces uno debe usar todos los
medios para tenerlos contentos y para persuadirlos de que el gobierno de
uno va en su interés. La libertad es buena, pero el orden es más
importante; y el mantenimiento del orden justifica todos los medios.
Pero sus soldados debían ser soldados ciudadanos, peleando por algo
realmente valioso; y el príncipe debe ser siempre un estadista, y un
guerrero sólo cuando sea necesario.
Ningún registro de las ópticas de Maquiavelo puede
ser más que fragmentario. Porque, aunque Maquiavelo es constructivo, no
es un constructor de sistemas; y sus pensamientos pueden repetirse pero
no compendiarse. Es quizás una característica de la sorprendente
exactitud de su visión y de sus observaciones el hecho de que Maquiavelo
no tenga un "sistema"; porque es casi inevitable que un sistema
requiera ligeras distorsiones y omisiones, y Maquiavelo no distorsionó
ni omitió nada. Pero lo más curioso es que ningún registro o
recapitulación de su pensamiento parece dar una clave ya sea de su
grandeza o de su gran y grotesca reputación. Cuando lo leemos por
primera vez no recibimos la impresión ni de estar ante una gran alma ni
ante un intelecto demoniaco, sino meramente ante un observador modesto y
honesto que apunta los hechos como son y hace comentarios tan
verdaderos que parecen planos. Sólo después de la lenta absorción y el
impacto en la mente de los repetidos contrastes entre una honestidad
así, y los engaños comunes, las deshonestidades y las tergiversaciones
de la mente humana en general, se abre paso hacia nosotros la grandeza
única de Maquiavelo. No queremos decir con esto que el pensamiento de
Maquiavelo es una excepción solitaria. Un escritor francés, M. C |